martes, 2 de agosto de 2016

La sabiduría de Samuel Johnson



Quien aún no esté familiarizado con el poderío de Shakespeare y desee experimentar los mayores placeres que pueda proporcionarle el teatro, que lea cada obra de la primera a la última escena haciendo caso omiso de todo comentarista. Cuando su imaginación haya emprendido el vuelo, no se deje descender a tierra por un apunte o una explicación (…). Que lea a pesar de la brillantez deslumbrante y de la oscuridad impenetrable, que lea la integridad y la corrupción del texto; que mantenga su comprensión del diálogo, su interés por la fábula. Y cuando los placeres de la novedad hayan cesado, pruebe entonces la exactitud y lea los comentarios.

Samuel Johnson
Prefacio a Shakespeare
1765
Acantilado Editorial (2009)

 

domingo, 8 de mayo de 2016

Los dos hidalgos de Verona


Nota primera

Sin una lectura previa de La Diana, de Jorge de Montemayor, en particular el segundo de sus siete libros, esta comedia podría desilusionar al lector que busca en ella la madurez de Shakespeare. Leída La Diana con antelación, en cambio, The two gentlemen of Verona cobra entonces un sabor que nos permite apreciar su sencillez e incluso sus imperfecciones y su condición de ejercicio de estilo de un joven de 27 años que acaba de llegar a Londres.

Nota segunda

Sin el conocimiento de Jorge de Montemayor y de la historia de su Felismena, digo, es muy fácil que los enredos amorosos de Los dos hidalgos… nos fastidien por pueriles. El enfado no nos asalta, sin embargo, con Fernando y Miranda (La Tempestad) ni tampoco con Lorenzo y Jessica (El mercader de Venecia), a pesar de que en tales parejas se reproduce la misma candidez sentimental y la misma inestabilidad emocional de los dos jovenzuelos de Verona y sus prometidas. No nos cansan los amores de las parejas citadas, no porque no sean en sí insufribles –que lo son- sino porque hay una estructura dramática que los redime poéticamente, una estructura que los soporta y que nos ayuda a soportarlos (otras cosas muy distintas encontramos tanto en Otelo y Desdémona como en Macbeth y su esposa, así como en Hamlet y Ofelia; muchas cosas se hallan en estas tres parejas, excepto niñerías; trataré el caso de Romero y Julieta a su debido tiempo, para no hacer juicios apresurados sobre la profundidad de sus sentimientos y de su tragedia).

Nota tercera

Entendemos fácilmente que Cervantes haya leído La Diana y que lo haya hecho desde muy joven. ¿Pero cómo hizo Shakespeare para leerla, si la primera traducción al inglés de la novela de Jorge de Montemayor es de 1598, y la comedia de Shakespeare es de 1591?  

Se me ocurre pensar que Shakespeare leyó La Diana en español o en alguna traducción francesa o italiana. Pero mi amigo Octavio Herrero, quien piensa mejor y más rápidamente que yo, sugiere algo muy posible: lo que cuenta Montemayor en el segundo libro de su novela pastoril es una historia popular y conocida en toda la Europa del siglo XVI. Puede ser. Seguiré investigando.


Nota cuarta

El segundo libro de La Diana vuelve a dar voz a los pastores del primero, pero añade personajes nuevos y dedica su mayor parte a la historia de Felismena, que es definitivamente la historia que recoge Shakespeare para Los hidalgos de Verona

(Debo advertir que, como género narrativo, la novela pastoril no tiene prisa alguna en desarrollarse y se solaza en los detalles, lo que no es un defecto sino uno de sus encantos; de cualquier manera, resumiré lo más posible):

A los diez y siete años, Felismena despierta el amor de un vecino llamado Felis, quien le envía cartas a través de una criada, Rosina. Ella, Rosina, además de servir a Felismena, es su confidente. Felismena finge no querer las cartas, así que la sabia Rosina deja una de ellas, como por descuido, en el dormitorio de su ama. Felismena termina por aceptar las pretensiones de Felis, hasta quedar enamorada (recordemos el hilarante momento de Los dos hidalgos de Verona en que Julia rompe la carta que le ha entregado Lucetta, para luego ponerse a hablar con los pedazos de papel).

Felis es enviado por su padre a la corte de la princesa Augusta Cesarina, para hacer de su hijo un hombre de provecho. La partida y la distancia, sin embargo, acrecientan el amor de Felismena, quien decide viajar a la corte disfrazada de hombre (se hace llamar Valerio), para saber qué hace su Felis. ¡Y qué iba a hacer sino enamorarse de otra!

Felismena, disfrazada de Valerio, se entera, por boca de Fabio, paje de Felis, que su amo está enamorando a una mujer llamada Celia, quien lo rechaza, pues está enterada de su inconstancia. Con los buenos oficios de Fabio, Felismena –todavía disfrazada de Valerio- logra entrar al servicio de Felis, de quien se vuelve su confidente y su contacto con Celia. Celia, por su parte, termina enamorándose de Valerio, y al no ser correspondida muere de amor (ya en la primera parte de La Diana, Jorge de Montemayor nos sorprende con un relato de tono lésbico mucho más atrevido).

En Shakespeare, Felismena es Julia (Valerio es Sebastián), Felis es Proteo, Celia es Silvia, Fabio es Launce, Rosina es Lucetta, la princesa Augusta Cesarina es el Duque de Milán.

Shakespeare cambia el final de la historia (matar a Julia o dejar que la violara Proteo no hubiera sido lo más adecuado para terminar una comedia); pero lo que nos queda a todos (al menos a los lectores del siglo XXI) es un profundo malestar por la reprobable conducta de los varones y el maltrato recibido por las mujeres, tanto en William Shakespeare como en Jorge de Montemayor.

Si bien Los dos hidalgos de Verona es una obra de juventud, quedan en nuestra memoria las reflexiones sobre la pasión amorosa que hacen los protagonistas. Transcribo algunas de ellas:

Valentín: Amar es comprar desprecios con lamentos, miradas de desdén con suspiros de dolor; es cambiar por un instante de placer veinte noches de ansiedades y desvelos. Si se triunfa, cara cuesta la victoria. Si se nos engaña, sólo conservamos desastres. ¿Qué queda, pues, del amor? Una tontería conseguida a fuerza de ingenio, o un ingenio vencido por la tontería o la locura.

Proteo: ¡Oh, qué parecida es esta pasión naciente a la belleza insegura de un día de abril! Deja de pronto ver el Sol en toda su gloria y al instante una nube lo cubre todo.

Relámpago (Speed). Amor es un camaleón, que puede vivir del aire.


Por otra parte, mi dos momentos favoritos están, uno en la segunda escena del primer acto (que ya mencioné), cuando Julia rompe la carta de Proteo, para inmediatamente arrepentirse y hablar con cada uno de los pedazos de papel (lo que nos causa risa nerviosa a quienes hemos protagonizado ridiculices parecidas en algún momento oscuro de nuestra vida); y el otro exactamente al principio de la tercera escena del segundo acto, cuando Launce nos habla de la tradición de lloriqueos de su familia y de la contrastante impasibilidad de su perro Crab.  

He buscado en YouTube alguna actuación decorosa de dichos momentos, pero sólo me he encontrado con aficionados que destrozan el texto. Seguiré buscando alguna buena actuación.

domingo, 17 de abril de 2016

Macbeth

Nota primera

Son tres brujas las que aparecen en la llanura desierta, entre truenos y relámpagos. Tres vampiros, las llama Víctor Hugo: la codicia, el crimen y la locura. Una es Graymalkin (un gato), la otra es Paddock (un sapo). ¿Y la tercera? ¿Cómo se llama la tercera?

¿Y si la tercera es, como insinúa Hugo, la mismísima Lady Macbeth? Pero si no es la tercera, entonces es la cuarta: desde que ella lee la carta de Macbeth hasta que ve espantada, durante el banquete, los visajes de su esposo, su conducta es la de una bruja. En Trono de sangre (1957), Akira Kurosawa parece estar de acuerdo con esta descripción, así que da a la instigadora Asayi una herramienta más: el arte de la intriga, para envenenar el alma de Taketoki Washizu.

Nota segunda

No soy el primero ni seré el último en señalar que lo sobrenatural es una constante en Shakespeare: la magia de Próspero en La Tempestad, la aparición fantasmal del padre del príncipe de Dinamarca en Hamlet, el pañuelo de la discordia (bordado por una gitana) en Otelo; las hadas y los duendes en Sueño de una noche de San Juan; y aquí, en Macbeth, las tres brujas agoreras que muestran el futuro a Macbeth y Banquo, sin describir el camino que los conducirá a su destino (porque la norma universal dicta que ninguna bruja revele causas, sino que sólo señale desenlaces):

Tú, Macbeth, serás rey; y tú, Banquo, engendrarás reyes, pero no serás rey.

También están las apariciones infantiles (un niño ensangrentado y un niño con corona), que engatusan al rey de Escocia (Ningún hombre nacido de mujer puede dañarte, y no serás vencido hasta que el gran bosque de Birnam avance y suba la colina de Dunsinane).

Y el espectro de Banquo en el banquete…

Nota tercera

Víctor Hugo en su Shakespeare (1864)

La codicia convertida en violencia, la violencia en crimen y el crimen en locura: tal es la progresión representada por Macbeth, (quien) deja de ser hombre: no es más que una energía inconsciente despeñándose ferozmente hacia el mal. Desaparece toda noción de derecho; el apetito lo es todo; el derecho histórico, la monarquía, el derecho eterno, la hospitalidad, mueren en sus manos. Y hace más que matarlos: los desconoce. Antes de caer bañados en sangre a sus pies, habían muerto ya en su alma. Macbeth empieza por un parricidio, por asesinar a Duncan, a su huésped; delito tan horrible, que los caballos de Duncan se hacen salvajes la misma noche en que su dueño muere degollado.

Dado el primer paso, empieza la pendiente, por la cual Macbeth rueda despeñado y se precipita como una avalancha. De un crimen salta a otro, pero cada vez más bajo, como sufriendo la lúgubre gravitación de la materia apoderada del espíritu. Es la destrucción, la piedra de las ruinas, la antorcha de la guerra, la fiera salvaje, la plaga. Como rey pasea por toda Escocia (…), diezma a los Thanes, mata a Banquo, á todos los Macduff, excepto al que le ha de matar; mata a la nobleza, al pueblo, a la patria y al sueño. Por último, llega la catástrofe, rompiendo la marcha el bosque de Birnam. Macbeth ha infringido, atropellado, violado y roto todo, y estos excesos acaban por sublevar á la misma Naturaleza, la cual, cansada de soportar tanto, pierde la paciencia y entra en acción contra Macbeth. La Naturaleza, hecha alma, lucha contra el hombre, hecho fuerza.

Nota cuarta

Si Shakespeare es teatro en el teatro, como lo he demostrado en varias ocasiones, me asalta una pregunta pertinente: ¿Predicen brujas y niños el destino de Macbeth o están dictando a su oído el papel que habrá de representar en esta obra tétrica?

Banquo, mucho más sensato y cauto que su amigo Macbeth, señala, desde la tercera escena del primer acto y con toda claridad, que frecuentemente, para atraernos a nuestra perdición, los agentes de las tinieblas nos profetizan verdades y nos seducen con inocentes bagatelas para arrastrarnos pérfidamente a las consecuencias más terribles.

Pero en ese momento Macbeth ya ha entrado en el laberinto de su propia ambición.

Tardíamente, ante el cadáver de su esposa, Macbeth entiende lo que está pasando (traduzco libremente):

La vida no es más que una sombra que pasa, un actorzuelo que se pavonea durante una hora en el escenario y luego desaparece y es olvidado; es una historia contada por un idiota, una historia ruidosa que nada significa.

Nota quinta

Volvamos a Sófocles. Tanto Layo como su hijo Edipo se esfuerzan por huir de su propio destino, y al huir se encuentran con él. En el caso de Macbeth, él hace lo contrario: no busca huir de su destino (aunque vive momentos de aflicción desde su naturaleza bondadosa –Lady Macbeth dixit), sino que trabaja para acelerar las cosas, y tiene en su mujer no sólo a una cómplice sino a una instigadora que lo aguijonea en su orgullo apenas Macbeth se pierde en la oscuridad de su conciencia.

Los augurios, que Macbeth atenderá por necesidades oscuras y razones torcidas, parecen ser la misma trampa que los dioses habían puesto al hijo de Yocasta para arrancarlo de Corinto y conducirlo hasta Tebas. Te agrade o te disguste, insinúan las brujas, eres fuente viva de monstruosidades. Pienso que en esta afirmación fatalista se halla la causa por la que nos identificamos con Macbeth –empatía que señala Harold Bloom (La reacción universal ante Macbeth es que nos identificamos con él, o por lo menos con su imaginación). Y si no lo perdonamos (y dejamos que Macduff acabe con él) sí lloramos su muerte, como diciendo: Aún había posibilidades de redención, aún habría podido salvarme, dado que reconozco  mis crímenes y sé que por ellos nunca más podré conciliar el sueño.

Nota sexta

Harold Bloom establece un lazo psicológico entre el Macbeth de Shakespeare y el Ahab de Melville, pues en ambos encuentra la obsesión generada por algo que los rebasa: Como Macbeth, Ahab está escandalizado por el equívoco del demonio que miente con la verdad*, y sin embargo el profeta de Ahab, el arponero parsi Fedallah, es él mismo mucho más equívoco que las hermanas fatales. Nos identificamos con el capitán Ahab de manera menos ambivalente que con el rey Macbeth, puesto que Ahab no es ni un asesino ni un usurpador, y sin embargo pragmáticamente Ahab es más o menos destructivo como Macbeth: todos los del Pequod, excepto Ismael, el narrador, quedan destruidos por la persecución de Ahab. Melville, astuto intérprete de Shakespeare, toma prestada la imaginación fantasmagórica y proléptica** de Macbeth para Ahab, de manera que tanto Ahab como Macbeth se convierten en destructores del mundo. El brezal escocés y el océano Atlántico se amalgaman: cada uno es un concepto donde las fuerzas sobrenaturales han escandalizado a una conciencia sublime, que se defiende luchando en vano y sin suerte, y cae en una gran derrota. Ahab, prometeico americano, es tal vez más héroe que villano, a diferencia de Macbeth, que pierde nuestra admiración pero no nuestra simpatía atrapada.

*I pull in resolution and begin to doubt th’equivocation of the fiend, that lies like truth (Acto V, escena 5).
**La prolepsis es un recurso narrativo que consiste en interrumpir la línea temporal de la narración para dar a conocer al lector un hecho del futuro.

Nota séptima

¿Cuándo, cómo y por qué se vuelve loca Lady Macbeth? ¿Se vuelve loca? ¿Es su suicidio un acto de locura o el fruto de la razón? Es ella misma quien nos da la respuesta: cuando, frente al asfixiante remordimiento de su esposo, lo para en seco y le advierte: De tomar las cosas tan en consideración, acabaríamos locos. Y vuelvo, entonces, a citar a Chesterton: Loco es aquel que ha perdido todo menos la razón.

Otra vez Harold Bloom nos ilumina: La locura de lady Macbeth va más allá de un trauma meramente de culpa; su marido la rehúye constantemente (aunque nunca se pone contra ella una vez que Duncan ha muerto). Sea lo que sea lo que los dos se proponían con la mutua “grandeza” que se habían prometido uno a otro, la sutil ironía de Shakespeare reduce esa grandeza a una desexualización pragmática una vez que se ha realizado la usurpación de la corona. Hay un terrible pathos en los gritos de lady Macbeth “A la cama”, en su locura, y una aterradora ironía proléptica en su anterior exclamación “Quitadme el sexo aquí”. Es un lítote* aseverar que el sentido de la sexualidad humana de ningún otro autor iguala al de Shakespeare en alcance y en precisión. El terror que experimentamos, como público o como lectores, cuando sufrimos Macbeth, me parece, de muchas maneras, de naturaleza sexual, aunque sólo fuera porque el asesinato se convierte más y más en el modo de expresión sexual de Macbeth. Incapaz de engendrar hijos, Macbeth los asesina.

*La lítote es una figura retórica que consiste en no expresar todo lo que se quiere dar a entender, pero dejando clara la intención.

Nota octava

La lectura de Harold Bloom nos ayuda mucho a comprender el interior de Macbeth y a entender por qué nos identificamos con él. Este rey espurio no tiene la astucia de Yago (Otelo) y de Ricardo III, tampoco la sinuosidad moral de Angelo (Medida por medida). Macbeth no es un hombre necesariamente inteligente, aunque es, por supuesto, un gran guerrero; pero es precisamente la falta de inteligencia la que lo ahoga en su propia imaginación, y la imaginación es la que lo convierte en una máquina asesina. Su imaginación supera los celos de Otelo, las fantasmagorías de Próspero, las visiones de Hamlet y los encantamientos de Oberón.

Nota nona

En todas las tragedias de Shakespeare que ahora recuerdo, hay un hazmerreír: Launcelot Gobbo, en El mercader de Venecia; Rodrigo, en Otelo; Polonio, en Hamlet (y también los comediantes, por supuesto); el bufón filósofo del Rey Lear (aunque éste nada tiene de tonto). En Macbeth, en cambio, no aparece esa luz cómica en medio de la tragedia (apenas si se le otorga un momento al portero, cuyo gracioso discurso merece un aplauso especial). Será que el mismo Macbeth absorbe todo el patetismo existente, con su grotesco ir y venir de la arrogancia a la insolencia y de la insolencia al constante desasosiego.

Nota décima

Sobre la moralidad del escenario (F. Nietzsche en su Aurora, 1881). Mezclo la traducción de Enrique López Castellón (M.E. Editores) y la que usa Harold Bloom en Shakespeare, la invención de lo humano.

Se equivoca quien piensa que el teatro de Shakespeare ejerce un efecto moralizante y que asistir a una representación de Macbeth arranca la ambición de raíz. Y se equivoca todavía más quien cree que Shakespeare pensaba también así. Quien se encuentra realmente poseído de una pasión furiosa contempla con deleite esa imagen de sí mismo, y cuando el héroe del drama perece a causa de su pasión, suministra el condimento más picante a la ardiente bebida de ese deleite. ¿Puede haber sentido el poeta de otra manera? El ambicioso que presenta se dirige a su objetivo final de una forma regia, sin una pizca de bribonería, una vez que ha realizado el crimen. Desde ese momento preciso, atrae de un modo demoníaco e incita a que le imiten  a quienes tienen un carácter semejante al suyo (de un modo demoníaco significa, en este caso, en rebeldía contra la ventaja de vivir, en beneficio de una idea y de un instinto). ¿Creéis que Tristán e Iseo constituye una proclama contra el adulterio, por el hecho de que el adulterio sea la causa que hace perecer a los dos amantes? Eso sería poner a los poetas patas arriba: como Shakespeare, están enamorados de la pasión en sí, y no menos enamorados de la disposición a la muerte que genera, de ese estado de ánimo en el que el corazón no tiene más apego a la vida que una gota al vaso que la contiene. Lo que le interesa a Shakespeare (al igual que al Sófocles de personajes como Ajax, Filoctetes y Edipo) no es la falta y sus consecuencias desastrosas. Tanto un autor como otro evitaron deliberadamente convertir la falta en palanca del drama, cosa que hubiera sido muy fácil; el poeta trágico, con sus imágenes de la vida, no trata de indisponer a los hombres con la vida. Por el contrario, lo que viene a decir es lo siguiente: “Esta existencia agitada, cambiante, peligrosa, sombría y a veces alumbrada por un sol ardiente, constituye el mayor de los encantos. Vivir es una aventura; sea cual sea el partido que toméis en vuestra vida, éste tendrá siempre el mismo carácter”. Habla así desde una época que está medio borracha y estupidizada por su exceso de sangre y energía –desde una época más malvada que la nuestra. Por eso necesitamos primero ajustar y justificar la meta de un drama shakespereano, es decir, no entenderlo.

Nota onceava

Está en Netflix la más reciente versión cinematográfica de Macbeth, dirigida por Justin Kurzel. La película es fiel al texto de Shakespeare; incluso, con el claro propósito de no dejar fuera circunstancias significativas, algunos fragmentos se resuelven visualmente. Por ejemplo, para sustituir las palabras del capitán que narra a Duncan la batalla encarnizada, Kurzel recurre a una bien manejada cámara lenta y logra así el efecto de tensión bélica. Un segundo ejemplo: para suplir las palabras de Ross cuando describe la locura desatada de los caballos de Duncan, Kurzel simplemente hace lo que debe hacerse en cine: filma lo que se cuenta –caballos que han cambiado su naturaleza, han roto sus pesebres, cocean y luchan con el freno, como si quisieran negarle obediencia al hombre (algo semejante hace Kurosawa en Trono de sangre: enloquece al caballo de Yoshiteru Miki). Por otra parte y con excepción del grito desgarrador de Macduff ante la muerte de Duncan, y de los breves pero necesarios arrebatos de desesperación de Macbeth, las acciones transcurren a sottovoce, en diálogos susurrados que dan a toda la tragedia el aspecto de una verdadera pesadilla.

Trono de sangre (1957), es simplemente genial. Aunque Kurosawa descarta la tercera profecía (ningún hombre nacido de mujer puede dañarte) y hace que Washizu muera asaeteado por su propio ejército, la tragedia de Shakespeare alcanza aquí uno de los grandes momentos en la historia de sus múltiples representaciones (con las grandes actuaciones de Toshiro Mifune e Isizu Yamada). Por otro lado, Kurosawa dedica un tramo largo al encuentro de Washizu y Miki con la bruja (una sola) y al extravío de ambos guerreros en el Bosque de las Telarañas. ¡Y lo hace sin prisa alguna! Celebra así, pienso yo, el gusto de Shakespeare por las maquinarias oníricas y las fantasmagorías, que para Kurosawa son igualmente valiosas.

De ninguna manera olvido el Macbeth de Roman Polanski (1971), que muy probablemente vi, tres años después de su estreno con mi pequeña pandilla de amigos, en la Casa de la Paz de la colonia Roma. No me atrevo a hablar de esta versión sin volverla a ver, pero recuerdo perfectamente la gran impresión que nos dejó a los 18 años de edad. Algo semejante puedo decir del Macbeth de Orson Welles (1947), que acabo de volver a ver...

Gracias a la versión de Welles, descubrí algo que no había detectado (falta de atención, tal vez). Lady Macbeth emborracha a los guardias de Duncan para que Macbeth pueda entrar a los aposentos del rey y asesinarlo a puñaladas. ¡Pero no los emborracha con simple vino, sino que los droga! Vierte droga en el vino de los guardias (no sé qué droga). Y lo más interesante (que es precisamente lo que no había detectado) es que Lady Macbeth dice, después de adormecer a los guardias: "Lo que los ha embriagado, me presta a mí valor" (acto 2, segunda escena). That which hath made them drunk hath made me bold. ¡Más claro, ni el agua! Drogó a los guardias, pero ella misma se drogó. Esto explica por qué Lady Macbeth se vuelve más perceptiva durante toda la escena. Claro, no sólo es la droga sino la acción. 


La película de Welles (con Jeannatte Nolan como Lady Macbeth y con el mismo Orson Welles en el papel de Macbeth) se estrenó en México el 10 de mayo de 1947, en el ya desaparecido Cine Olimpia (calle 16 de Septiembre). Estuvo en cartelera dos semanas. El boleto de entrada costaba entonces tres pesos (es decir, un poquito menos de medio dólar de 1947).


Para fortuna de todos, en YouTube está el videotape de la puesta en escena que la Royal Shakespeare Company hizo en 1978 para la televisión británica, con las excelentísimas actuaciones de Ian McKellen y Judy Dench, bajo la dirección de Philip Casson. Alrededor de las magistrales actuaciones de estos dos actores (y de toda la compañía), hay un elemento más de encanto en la versión: el escenario vacío, negro, es una penumbra apenas rasgada por algo de luz, que se topa con los rostros y los escasos elementos de utilería. Gracias a este vacío, el televidente se concentra en el movimiento de los actores, en sus gestos y en la interpretación del texto de Shakespeare. Para mi gusto, ésta es la mejor manera de ver cualquiera de sus obras, pero en particular sus tragedias. ¿A quién le hace falta ver un castillo, cuando las palabras bien puestas y bien tocadas traen consigo llanuras, castillos, caballos y todo el bosque de Birnam?

Nota doceava

Viernes 14 de enero de 2022. Escribo estas líneas minutos después de haber visto en Apple TV el Macbeth de Joel Coen (2021). Dejo aquí mi primera impresión:

Esto es hacer Shakespeare, esto es hacer cine, esto es hacer teatro, esto es literatura, esto es poesía, esto es respetar un texto perfecto, esto es hacer un homenaje al cine en blanco y negro, esto es resucitar la estética de Orson Welles y darle a un Giorgio de Chirico nocturno el trabajo de escenógrafo (con un mucho de expresionismo alemán), esto es llevar a Shakespeare a su escenario natural: la ninguna parte, la nada, o sí, algo: nuestros adentros, porque el escenario pudiera parecerse al hondo abismo del espectador que ahora escribe. 

Joel Coen tiene el buen gusto de no pedirle a utilería que ponga agua roja en las manos de Lady Macbeth. En cambio, nos ofrece a una genial Frances McDormand que sabe mostrarnos la sangre en sus manos con un gemido estremecedor. 

En cuanto al bosque de Birman que se mete por la ventana y expande sus hojas por todo el salón real, diré que necesito verla de nuevo, para saber si me gustó o no. Algo semejante debo hacer con el final (Ross -noble de Escocia- aupa a Fleance a su caballo y parece llevarlo hacia la presencia de Malcolm, ahora rey de Escocia; pero una espeluznante bandada de cuervos -brujas- nos recuerda que la vida "is a tale / told by an idiot, full of sound and fury / signifyng nothing" (Act V, escena 5).





Nota treceava 

Sábado 15 de enero de 2022. Acabo de desayunar. Me he sentado en la sala a leer La Jornada, acompañado de un buen café (aunque extraño mi café Passmar, del Mercado Lázaro Cárdenas -calle Adolfo Prieto, local 237). Llego a Espectáculos y me encuentro con el artículo de Leonardo García Tsao sobre La tragedia de Macbeth, de Joel Coen. El título del artículo me da a entender que la crítica no será benévola. Veamos...

Mucho sonido, poca furia, dice Leonardo García Tsao.

¡Bueno! No la hizo trizas, pero tampoco se paró de su asiento para aplaudir la puesta en escena. Veamos en qué coincido y en qué disiento:

COINCIDENCIAS

LGT: "Para mi gusto, la más satisfactoria ha sido la (versión) de Kurosawa." 

AAT: Sin duda.

LGT: (La versión de Coen) es la más estilizada y teatral después de la versión de Welles."

AAT: La estilización y la teatralización  son virtudes que hay que agradecer cada vez que alguien se mete con Shakespeare.

LGT: "El realizador ha conseguido una visualización llamativa, si bien artificial, del reino del personaje epónimo". 

AAT: De acuerdo, si es que García Tsao considera, como yo, que lo artificial puede ser un recurso estético válido y hasta genial. En este caso, considero que la artificiosidad del Macbeth de Coen no sólo es palmariamente buscada sino deliciosamente lograda.

LGT: "Las estructuras de largos arcos evocan a las pinturas de Giorgio de Chirico, mientras que el empleo de dramáticas sombras denotan la influencia de Carl Dreyer". 

AAT: ¡Vale! De Dreyer sólo conozco La pasión de Juana de Arco, así que me baso en esta obra maestra para coincidir con García Tsao. Además, el que don Leonardo se refiera a Chirico me hace sonreír de gusto, porque anoche yo vi lo mismo (lo que demuestra que no soy tan menso).

LGT: "Memorable es Kathryn Hunter en el triple papel de las brujas proféticas". 

AAT: ¡Totalmente de acuerdo!

DISENTIMIENTOS

LGT: "Coen ha hecho una versión demasiado solemne de Shakespeare". 

AAT: Es una afirmación discutible. Buscaré después la manera de desarticular su contundencia.

LGT: "La pareja protagónica es interpretada por un par de gringos (...), quienes hablan con su acento estadounidense sin intentar el británico de los demás". 

AAT: ¿Es pecado que un gringo interprete a Shakespeare? Regresaré esta tarde a Looking for Richard (1996), para recordar la opinión de Al Pacino acerca de este prejuicio. Por otro lado, ¿es un error el no intentar el acento británico? Yo creo que no. Pero aquí también quiero advertir algo: yo tampoco quedé muy satisfecho con Denzel Washington. En cambio, la actuación de Frances McDormand me gustó mucho. Claro, de acuerdo, no es Isuzu Yamada, pero sí es una actriz cuyo rostro, cuya mirada y cuyo desenvolvimiento corporal logran transmitir su ambición enfermiza.

LGT: "McDormand está fuera de papel como Lady Macbeth. Uno no se cree que esa pareja tenga relaciones sexuales...". 

AAT: Pues que me perdone García Tsao, pero percibo en su escepticismo un prejuicio más. Aceptando sin conceder que no se pueda uno imaginar a McDormand en la cama revolcándose con el maduro Denzel (yo sí puedo), sospecho que el crítico es de los que cree que genitalidad y erotismo son lo mismo. Mi opinión es que el erotismo de Shakespeare siempre rebasa la alcoba y alcanza otras dimensiones humanas. Por otro lado, al leer directamente a Shakespeare, no veo que Lady Macbeth deba su poder de engatusamiento a las artes amatorias únicamente, sino a la capacidad de convertir a Macbeth en su propio hijo...

Si Yocasta no es una madre consciente de su incesto, Lady Macbeth sí nos revela un afán de convertir a Macbeth en Edipo Güey, porque la ambición enfermiza de esta mujer la aleja de cualquier escrúpulo moral (y, a propósito, los argumentos que ella esgrime están ligados a su probable maternidad truncada):

¡Que no vengan a mí contritos sentimientos naturales a perturbar mi propósito cruel, o a poner tregua a su realización! ¡Venid hasta mis pechos de mujer y transformad mi leche en hiel, espíritus de muerte que por doquier estáis -esencias invisibles- al acecho de que Naturaleza se destruya! Acto I, Escena V

Mi leche yo la he dado y sé cuán tierno es amar al ser que se amamanta; pues bien, en ese instante en que te mira sonriendo habría arrancado mi pezón de sus blandas encías y machacado su cabeza si lo hubiera jurado como juraste tú. 
Acto I, Escena VII

Yo opino que la ambición desmedida de Lady Macbeth es fruto de su maternidad malograda (parece que Macbeth y Lady Macbeth perdieron a su hijo, y tengo que estudiar qué pasó exactamente). 

Vuelvo a eso de que "Uno no se cree que esa pareja tenga relaciones sexuales". Me indigna esta afirmación y la rechazo absolutamente. Leonardo no conoció a mi madre, así que acaso no sepa que hay mujeres que logran hacer de sus maridos hijos y de sus hijos maridos (esta sentencia me coloca entre Sófocles y Molière, entre la tragedia y la comedia, cosa que me alegra, dado que estamos celebrando los cuatrocientos años del nacimiento de Jean-Baptiste). Yo fui un hijo/marido, como Macbeth es un marido/hijo.

lunes, 11 de abril de 2016

Medida por medida

Porque del mismo modo que juzguen a los demás, 
los juzgará Dios a ustedes, y los medirá con la misma medida 
con que ustedes midan a los demás
Mateo 7, 2.



Nota primera

Durante toda la obra, el espectador atento se hace muchas preguntas: ¿Por qué Isabella defiende a capa y espada su virginidad, aun a costa de la posible muerte de su hermano? ¿No es esa defensa tan monstruosa como la lujuria de Angelo? Si nos espanta que en la Viena de Shakespeare se castigue con la muerte la fornicación, ¿no debe escandalizarnos de igual manera la fanática castidad de la novicia? Sí, por supuesto. Pero así son las cosas: estamos ante un divertido encuentro de deformidades morales (quien pele los ojos al leer el adjetivo “divertido”, tendría que haber escuchado la sana risa del público adolescente en el Shakespeare’s Globe de 2015). 

Y ya que hablamos de almas turbias, ¿qué podemos decir del duque Vicentio? ¡Es él, definitivamente, el Yago de Medida por medida! ¿Sabía Vicentio, desde antes de nombrar a Angelo su vicario, que éste había despreciado a Mariana, su prometida, al perder ella la dote tras el trágico naufragio de su hermano? Tal y como se lo cuenta a Isabella (en el tercer acto), pienso que sí, y sospecho más: Vicentio busca reivindicar a Mariana y obligar a Angelo a desposarla, mediante la treta (diseñada por el mismo Duque) de hacer pasar a Mariana por Isabella. Hay en Vicentio, insisto, mucho de Yago y también de Anselmo, el curioso impertinente cervantino.

Nota segunda

No resisto el impulso de transcribir un pasaje de Harold Bloom (Shakespeare, la invención de lo humano): La Viena de Shakespeare es un chiste pre freudiano contra Freud, una venganza shakespeareana por el ardiente apoyo que dio Freud al delicioso argumento de que “el hombre de Stratford” de humilde origen había robado todas sus obras al poderoso duque de Oxford (recomiendo ver Anonymous, de Roland Emmerich, 2011). Vicentio es el tipo de todos esos herejes freudianos que se rebelaron contra su patriarca y sedujeron a sus pacientes femeninas mientras proclamaban la pureza científica de la transferencia psicoanalítica. Esto haría de Isabella el tipo de todas esas talentosas y bellas, perturbadas y perturbadoras musas histéricas del psicoanálisis, las mujeres de Viena que Freud y sus discípulos exaltaron y explotaron a la vez. El manejo que hace Vicentio de Isabella –entre persuadirla de que colabore en el truco de la cama y después engañarla en cuanto a la ejecución de Claudio- se parece mucho a una manipulación transferencial, un condicionamiento psíquico que se propone prepararla para que se enamore de su padre fantasmal, el falso fraile y caprichoso duque.


Nota tercera (digresión aparente)

Al alterar la historia original de Notre-Dame de Paris (1831), el productor, el director y el guionista de El jorobado de Nuestra Señora (1923) destejen la trama de Víctor Hugo (admirador ferviente de Shakespeare) y traicionan su voluntad literaria. Desde su título, la película desvía la atención hacia Quasimodo e ignora gravemente la importancia de los personajes principales, que son y serán siempre la catedral de París y Claude Frollo. Hay escenas, sin embargo, que salvan la película, como aquella en la que Esmeralda da de beber agua a un azotado Quasimodo. La toma y las excelentes actuaciones de Patsy Ruth Miller y Lon Chaney, logran conmovernos tanto como el óleo de Luc-Olivier Merson (1903), pero sobre todo se acercan fiel y suficientemente al texto de Hugo (Libro VI, Capítulo 4, Una lágrima por una gota de agua), el cual, a propósito, evoca con absoluta nitidez la crucifixión de Jesús (las injurias y las burlas de la turba, la sed agónica del Verbo Encarnado, su desgarrada humanidad).

Viene lo anterior a colación porque el Claude Frollo de Nuestra Señora de París y el Angelo de Medida por medida son la misma criatura envilecida: sepulcros blanqueados que abusan del poder para satisfacer sus deseos mediante la extorsión. Tanto Esmeralda como Isabella son víctimas de quienes se presentan públicamente como dechados de virtud, sabios observantes de la ley pero que son, en la penumbra de sus almas, individuos atormentados por la disfunción de sus pasiones. Pero aquí vale advertir que no son, ni Frollo ni Angelo, cínicos como Yago ni como Ricardo III (aunque estos dos también viven su propio infierno interior), no tienen el archidiácono y el diputado  la malicia de Vicentio, sino que son perros desatados que ya sólo actúan por un hambre incontenible. Y lo que nos identifica con ellos es que reconocen su pecado, pero saben que ya no tienen fuerzas para controlarlo (con el "nos" me refiero a quienes tenemos, a veces, arrebatos de sinceridad).

Nota cuarta

A Samuel Taylor Coleridge esta obra le parece lamentable, sucia, degradante y repugnante, opinión que a Harold Bloom le parece más sensata que la de otros cristianos que quisieron ver en Medida por medida una clara alegoría de su propia fe.

Tal vez puede explicarse que un poeta cristiano tenga una opinión tan agresiva, porque  la obra en, sí, es moralmente inquietante.

Nota quinta (otra vez el luminoso Bloom)

Shakespeare, acumulando escándalo sobre escándalo, nos deja moralmente sin aliento e imaginativamente desconcertados, tal como si quisiera acabar con la comedia misma, arrojándola más allá de todo límite posible, más allá de la farsa, mucho más allá de la sátira, casi más allá de la ironía en su aspecto más salvaje.

Medida por medida, más específicamente que cualquier otra obra de Shakespeare, envuelve a su público en lo que me siento obligado a llamar la invocación y evasión simultáneas por el dramaturgo de la fe cristiana y la moral cristiana. La evasión es decididamente más pertinente que la invocación, no veo bien cómo la pieza, en lo que respecta a sus alusiones cristianas, puede considerarse sino como blasfema (esto, digo yo,  explica la agresiva postura de Coleridge frente a esta obra maestra).

Nota sexta

Fue en octubre de 2015 cuando tuve la fortuna de asistir, gracias a los buenos oficios de Juan Manuel Ramírez y acompañado por él mismo, a una de las funciones de temporada de Medida por medida ofrecidas en el Shakespeare’s Globe.

A orillas del Támesis y en medio de colegialas atentas, con un clima benigno y un gran trabajo actoral, el estar de pie durante tres horas no significó más que una levísima incomodidad, atenuada por la convicción de que así vieron muchos londinenses isabelinos el teatro de Shakespeare (aunque no sé si esta obra se presentó fuera de la corte –su primera representación se realizó el 26 de diciembre de 1604, ante Jacobo I).

A mitad de la obra, la adolescente que estaba a mi lado sufrió un desmayo y cayó como una pluma de gorrión. Inmediatamente, las mujeres de vigilancia acudieron a ella y la levantaron en vilo para llevarla a la enfermería. The show must go on. A nosotros, en cambio,  nada nos costó estar de pie durante tres horas, porque la excelente dirección de Dominic Dromgoole y el gran trabajo de los actores nos mantuvo atentos y contentos.

Nota séptima

Con Medida por medida se refuerza la idea que he expuesto en mis tres lecturas anteriores (La Tempestad, Otelo y El mercader de Venecia): Shakespeare construye sus piezas como teatro dentro del teatro, y los personajes fingen, se disfrazan, suplantan identidades. El duque Vicentio está preocupado por la promiscuidad imperante, pero no se atreve aplicar leyes que llevaban ya veinte años en el olvido. No se atreve, pues teme el juicio político  así que deja su personalidad jurídica y política a Angelo, conocido por su rigor moral y si mano dura en la aplicación de la ley. Pero Vicentio no se va a Polonia, como hace creer a la gente, sino que se disfraza de fraile para observar Viena sin él y en particular la conducta de Angelo (cosmos corrupto, llama Harold Bloom a la Viena de Medida por medida, que es, junto con Macbeth, una de las dos obras favoritas del crítico).


Nota octava (y obligadamente última, porque las lecturas de Medida por medida son infinitas)


Creo que el título de la obra se explica no, por supuesto, en el feliz desenlace (que parece contradecirlo) sino en la decisión de Angelo de acostarse con Isabella para expiar la culpa de Claudio (tú te acostaste con Julieta, yo habré de acostarme con tu hermana; le robaste su virtud a Julieta, que sea tu hermana quien robe la mía). Esto –insinúa Bloom- es el Marqués de Sade isabelino.
 
Nota: Las tres fotografías fueron tomadas por Juan Manuel Ramírez Belloso