domingo, 21 de febrero de 2016

La tempestad




A Beatriz Aguilar Tagle


Comienzo esta bitácora con el último Shakespeare, el de La tempestad (1611), porque hay en esta obra de madurez un clima de despedida y un mensaje melancólico que anuncia el final definitivo (la caída del telón, la extinción de la luz en el teatro), después de una vida entregada a la creación de ensueños y al tejido de fantasmagorías: acaso este adiós nos sirva para entender mejor la idea que de sí mismo y de su obra dramática tuvo el Cisne del Avon.

Nuestros divertimientos han dado fin –advierte Próspero a Fernando-. Esos actores, como os había prevenido, eran espíritus todos y se han disipado en el aire, en el seno del aire impalpable; y a semejanza del edificio sin base de esta visión, las altas torres, cuyas crestas tocan las nubes, los suntuosos palacios, los solemnes templos, hasta el inmenso globo, sí, y cuanto en él descansa, se disolverá y lo mismo que la diversión insubstancial que acaba de desaparecer, no queda rastro de ello.

Inmediatamente después de tales palabras, el padre de Miranda hace aquella famosa comparación entre la vida y el sueño que a todos nos fascina en la infancia (antes de leer cualquier cosa, los niños ya sospechan, con gozosa inquietud, que la vida es un sueño):

We are such stuff as dreams are made on, and our little life is rounded with a sleep.

Para traducir la reflexión de Próspero, Luis Astrana Marín se toma la libertad de usar una metáfora afortunada, aunque al final pierde la variedad léxica del original (dream/sleep) e incluso la idea de que la vida se cierra con un sueño:

Estamos tejidos de idéntica tela que los sueños,  y nuestra corta vida no es más que un sueño.

Encuentro una traducción más fiel al original (no sé a quién pertenezca):

Estamos hechos de la misma materia que los sueños, y nuestra pequeña vida cierra su círculo con un sueño.

Por su parte, el subtitulaje de Los libros de Próspero, de Peter Greenaway, traduce así:

Somos de la misma materia de la que están hechos los sueños, y nuestra corta vida se encierra en un sueño.

Las tres traducciones dicen algo distinto: 

1. La vida es un sueño.
2. La vida es un círculo de sueños que se cierra con un sueño.
3. La vida se encierra en un sueño. 

Pienso que la segunda es la más acertada, es decir, la traducción más cercana a la idea de Próspero.

En el capítulo LXII de la segunda parte del Quijote, nuestro caballero andante dice lo siguiente: “Pero, con todo esto, me parece que el traducir de una lengua a otra, como no sea de las reinas de las lenguas, griega y latina, es como quien mira los tapices flamencos por el revés, que aunque se ven las figuras, son llenas de hilos que las escurecen y no se ven con la lisura y tez de la haz…”.

Dejo a un lado la feliz coincidencia metafórica  (el sueño/tejido de Astrana y el texto/tejido de Cervantes) y me concentro en la afirmación del Quijote de que toda traducción es apenas un vislumbre, y por eso mismo –digo yo- más vale atreverse a trenzar de nuevo los hilos, para dar al revés la lisura y la tez de la haz, es decir, para dar verosimilitud a la traducción.

¿Pero, por otro lado, cómo resolver la variedad léxica de la oración original (dreams/sleep) y evitar la repetición de la palabra sueño?

¡Tengo una idea! Combino las traducciones y propongo la siguiente forma:

Estamos tejidos de idéntica tela que los sueños, y nuestra corta vida cierra su círculo con una siesta.

La Tempestad fue montada en escena veinticuatro años antes de la publicación de La vida es sueño (1635), de Calderón de la Barca, y cuarentaicuatro años antes de El gran teatro del mundo (1655), del mismo madrileño. Es en la primera obra donde aparece el conmovedor monólogo de Segismundo (transcribo su conclusión):

¿Qué es la vida? Un frenesí. ¿Qué es la vida? Una ilusión, una sombra, una ficción, y el mayor bien es pequeño, que toda la vida es sueño, y los sueños… sueños son.

El monólogo de Segismundo es, a propósito, caro a mi querido Octavio Herrero desde nuestros años mozos. Él lo memorizó e incluso lo representó en un extraño lugar de Las Águilas durante un extraño taller de teatro dirigido por Aline Davidoff (cuya intención era montar Arlequín pulido por el amor, de Pierre de Marivaux). No recuerdo si el ejercicio de Octavio fue anterior o posterior al que nuestro entrañable Arturo Macías Limón hizo de La escritura de Dios, cuento de Borges que también contiene un sueño, el sueño de Tzinacán, que es un sueño dentro de otro sueño, que a su vez se encuentra en otro sueño:

No has despertado a la vigilia, sino a un sueño anterior. Ese sueño está dentro de otro, y así hasta lo infinito, que es el número de los granos de arena. El camino que habrás de desandar es interminable, y morirás antes de haber despertado realmente.

Y ahora llega a mi memoria la escena final de El halcón maltés (1941). Cuando el detective Tom Polhaus (Ward Bond) carga la estatuilla y pregunta ¿Qué es esto?, Sam Spade (Humphrey Bogard) mira al vacío y responde:  The stuff that dreams are made of, refiriéndose, por supuesto, a uno de los siete pecados capitales: la avaricia.

Como ya lo mencioné en el décimo capítulo de Providencias para vencer al gigante Caraculambrio de Malindrania, encuentro una clara semejanza entre Próspero y nuestro Quijote, ambos lectores voraces y constructores de imaginerías: por leer, el primero pierde el poder y el segundo pierde la razón (aunque esto último es discutible: Loco es el hombre que ha perdido todo, menos la razón, afirma Chesterton). Ambos ganan un mundo nuevo, el de su propia alucinación, que acaba por contaminar la realidad de los otros.

Por su parte, Calibán busca debilitar a Próspero de la misma forma en que el ama, la sobrina, el cura y el barbero se empeñan en quitar al Quijote su propia existencia: destruyendo su biblioteca. Dice el hijo de Sycorax a Esteban:

Pues, como te decía, (Próspero) acostumbra a dormir la siesta. Por lo cual te será posible romperle el cerebro, tras apoderarte primero de sus libros, o con un bastón hendirle el cráneo, o despanzurrarle con una estaca, o cortarle la traquearteria con tu cuchillo. Acuérdate sobre todo de cogerle los libros, porque sin ellos no es sino un tonto como yo, ni tiene genio alguno que le sirva. Todos los odian tan profundamente como yo.  Quema tan sólo sus volúmenes; él posee excelentes utensilios –pues así los denomina-, que encerrará en su casa cuando disponga de una.


En cuanto a las versiones cinematográficas de La Tempestad, recomiendo ampliamente Los libros de Próspero, de Peter Greenaway (1991), con John Gielgud en el papel de Próspero; y La tempestad, de Julie Taymor (2010), genial directora que convierte a Próspero en mujer (Helen Mirren) sin traicionar la consistencia espiritual del padre de Miranda (el crítico Richard Brody, de The New Yorker, no queda del todo satisfecho con la puesta en escena de Taymor, pues opina que en gran parte de la película la directora sólo está ilustrando a Shakespeare –aplaude, sin embargo, las excelentes actuaciones de Russell Brand y Alfred Molina en los papeles de Trínculo y Esteban, así como la conmovedora y brevísima escena de la despedida de Calibán).

A propósito de la versión de Julie Taymor, el subtitulaje traduce el verso sobre el sueño de la siguiente manera: Somos de lo que se hacen los sueños, y nuestra pequeña vida se redondea con un sueño. Esta traducción coincide con el sentido que da la segunda traducción transcrita párrafos atrás: la vida es un círculo de sueños que se cierra con un sueño.

Hay, además, una película sueca de dibujos animados: Resan till Melonia (Viaje a Melonia), de Per Ahlin (1989), que sólo se inspira en la obra de Shakespeare para contar otra historia. Aquí, Ariel es un albatros travieso y Calibán una criatura de nariz de zanahoria y orejas de lechuga.


Relevante es también Shakespeare, the animated tales, serie ruso-británica de dibujos animados que contiene doce obras de Shakespeare adaptadas para un público infantil (con guiones de León Garfield) y transmitidas originalmente por la BBC de Londres entre 1992 y 1994. La Tempestad está dirigida por Stanislav Sokolov y salió al aire el 16 de noviembre de 1992. En esta adaptación, Ariel es un ser andrógino de apariencia infantil y consistencia de cristal, mientras que Calibán es un gracioso bufónido que merece nuestra compasión y al que aplaudimos al final, cuando, liberado por Próspero, retoma el dominio de la isla.

Fue mi amada hermana Beatriz quien me regaló hace algunos años una copia de la serie. Dedico esta primera entrega a ella, la más pequeña de mis hermanas, como humilde agradecimiento y constancia de mi cariño.
De La Tempestad de John Gorrie (1980) nada puedo decir, pues aún no la he visto.