Primera nota
Estamos en Venecia, la
de larga y suave decadencia. Son días de carnaval y mascarada, así que tenemos
como escenografía una escenografía, es decir, un mundo de apariencias donde el
único ser auténtico y sin máscara es Shylock.
Es Shakespeare en su
tinta: volvemos al teatro dentro del teatro.
Para esta obra, los
actores representan personajes que se vuelven actores que se vuelven personajes, no sólo porque hay fiesta en las calles sino
porque hay necesidad y deseo de clandestinidad y de engaño.
Amante furtiva, Jessica
se viste de paje para ser raptada por Graciano; Porcia y Nerissa se disfrazan
de jóvenes letrados para salvar a Antonio. Volvemos, pues, al teatro y a la
identificación de la vida como un escenario: “No tengo al mundo más que por lo
que es, Graciano: un teatro donde cada cuál debe representar su papel, y el mío
es bien triste”, advierte Antonio, cuyas palabras me hacen verlo como un
veneciano pre-renacentista, absolutamente medieval, que define el mundo como
una obra escrita por Dios, actuada por los hombres y apuntada por la conciencia
(Shakespeare, en el siglo XVI, es la
última catedral gótica, escribe Víctor Hugo en uno de los más hermosos
capítulos de Nuestra Señora de París, el segundo del libro quinto).
El Shylock pintado por Johann Zoffany (1768) |
Segunda nota
La humillación de
Shylock, su humillación como castigo es lo que pide el noble y bondadoso
Antonio, mercader de Venecia; la más dolorosa humillación: renunciar a su fe y
hacerse cristiano.
Estuve a punto de pasar por
alto este detalle si mi querido
Octavio Herrero, lector más lúcido y mucho menos descuidado que yo, no me
hubiera señalado que ahí, en esa obligada conversión, está la dolorosa derrota de un
hombre cuya única falta es el deseo de venganza a través del cumplimiento de la
ley.
Tercera nota
Después de ver y volver
a ver la versión cinematográfica de El
mercader de Venecia de Michael Radford (2004), y de conmoverme e indignarme
ante las humillaciones que sufre Shylock, decidí regresar al texto original,
para saber si mi compasión surge de la lectura de Radford y de la magistral
actuación de Pacino, o si en realidad Shakespeare también está denunciando la
execrable conducta de los cristianos venecianos contra un hombre justo.
Tal vez ha habido
antisemitismo en muchas de las puestas en escena de El mercader de Venecia (las más groseras, aquellas que representan
a Shylock como un ser vil, siniestro y desalmado). Tal vez el mismo Victor Hugo es torpe y descuidado al decir, en su ensayo sobre Shakespeare, que se le antoja insultar a Shylock (¡Bien mordido, judío!) -aunque más adelante el poeta francés advierte que Shylock es un judío, no los judíos; pero, de todas maneras, no encuentro antisemitismo en el texto de Shakespeare sino, muy al contrario, constantes señalamientos al
antisemitismo de la época (que habría que estudiar con tiento, para tratar de
explicarlo, dado que los judíos fueron expulsados de Inglaterra trescientos
años antes de escrita la obra: no hubo en la época isabelina una comunidad
judía manifiesta).
Cuarta nota
¿Es Shylock, en la obra
original, un personaje antagónico que se enfrenta a los héroes cristianos? ¡No! Pienso que no. Es claro que Shakespeare no
simpatiza moralmente con Antonio ni con Bassanio, así que los exhibe como son, hipócritas y convenencieros, para que sea el público atento el que los
juzgue. Sí hay, en cambio, una defensa
de Shylock, y esta defensa habla muy bien del dramaturgo. Un escritor hostil a los judíos no
pondría en boca de uno de ellos la siguiente arenga, acaso la más profunda,
bella y conmovedora de la obra:
-¿Es que un judío no tiene ojos? ¿Es que un judío no tiene manos,
órganos, proporciones, sentidos, afectos, pasiones? ¿Es que no está nutrido de
los mismos alimentos, herido por las mismas armas, sujeto a las mismas
enfermedades, curado por los mismos medios, calentado y enfriado por el mismo
verano y por el mismo invierno que un cristiano? Si nos pincháis, ¿no
sangramos? Si nos cosquilleáis, ¿no nos reímos? Si nos envenenáis, ¿no nos
morimos? Y si nos ultrajáis, ¿no nos vengaremos?
Shakespeare ubica a
Shylock como personaje protagónico. Fueron y han sido las representaciones las que lo volvieron un
ser despreciable para un público dispuesto a despreciar. ¡Y no sólo las
representaciones! El doctor G.D. Perednik responsabiliza también a los
traductores: Marcelino Menéndez Pelayo, por ejemplo, traduce la petición de
Antonio en los siguientes términos: “…que abjure de sus errores y se haga
cristiano”. El texto original dice: “that, for this favour, he presently become
a Christian”. ¿De dónde saca Menéndez Pelayo “los errores”? De su personal,
prejuiciada y muy católica opinión de la fe judía (Luis Astrana Marín, en
cambio, traduce fielmente: “que se vuelva sin demora cristiano”).
Llamar comedia a esta tragedia, es otro de las insultantes y maliciosas injusticias que se cometen contra Shylock, que no muere como mueren Hamlet (Lo demás es silencio), Macbeth (¡Ataca, pues, Macduff, y maldito sea el que primero grite "¡Detente, basta!) y Otelo (Sólo resta matarme y morir con un beso), ni siquiera como el operístico Ricardo III (A horse, a horse, my kingdom for a horse!), sino que le arrancan el alma y lo dejan muerto en vida, obligándolo a decir Estoy satisfecho. No muere Shylock, sino que sale de escena como un perro.
Llamar comedia a esta tragedia, es otro de las insultantes y maliciosas injusticias que se cometen contra Shylock, que no muere como mueren Hamlet (Lo demás es silencio), Macbeth (¡Ataca, pues, Macduff, y maldito sea el que primero grite "¡Detente, basta!) y Otelo (Sólo resta matarme y morir con un beso), ni siquiera como el operístico Ricardo III (A horse, a horse, my kingdom for a horse!), sino que le arrancan el alma y lo dejan muerto en vida, obligándolo a decir Estoy satisfecho. No muere Shylock, sino que sale de escena como un perro.
Quinta nota
De mi lectura directa se
desprende la misma indignación: Antonio, Bassanio, Jessica (la hija de
Shylock), Lorenzo y Graciano son seres detestables que merecen mi repudio.
Antonio es un antisemita
arrogante que pretende quedar moralmente encima de Shylock, a quien rechaza por practicar la usura, pero que no duda en acudir a él para conseguir tres mil
ducados y ayudar con ellos a
su amigo Bassanio. Su soledad nos enternece, pero su prepotencia nos irrita.
Bassanio es un vivales
que pretende resolver su pobreza obteniendo la mano de Porcia, una rica
heredera. ¡Y la consigue! La consigue como quien va a jugar a una feria de
acertijos y gana: atina a elegir, en el palacio de Belmont, el cofre correcto, el
de plomo opaco (dull lead), aquel en
el que se encuentra el retrato de Porcia (Quien
me escoja debe dar y aventurar todo lo que tiene). ¡Pero juega con el
dinero de otro, con el dinero de su amigo Antonio, y ni siquiera con el dinero
de él, sino con el dinero de Shylock! ¿Con qué cara se atreve este caza
fortunas a criticar la usura del judío? En él mismo recaen sus propias palabras: Las más brillantes apariencias pueden cubrir las más vulgares realidades.
Digresión.
En realidad, los tres mil ducados
no salen de la bolsa de Shylock.
El usurero solicita el apoyo
de su amigo Tubal
(a walthy hebrew of my tribe).
Jessica es una ladrona y una hija desagradecida:
roba a su propio padre para entregar a su raptor, Lorenzo, las joyas y los
ducados de Shylock. Jessica es como la Zoraida del Quijote: ambas abandonan a sus respectivos padres y reniegan de su fe; ambas escriben sendas cartas a sus amantes, para atraerlos, y regalan fortunas que nos les pertenecen. Lorenzo y Ruy Pérez de Viedma son los beneficiarios de la deslealtad filial.
Lorenzo y Graciano son
comparsas de los otros (secuaces, mejor dicho), así que no merecen mi atención. No salva al primero, sin embargo, su melomanía -que ha de ser la de Shakespeare-, pero merece ésta que la recordemos:
El hombre que no tiene música en sí, es incapaz de emocionarse con la armonía de los dulces sonidos, pero es apto para las traiciones, las estratagemas y las malignidades; los movimientos de su alma son sordos como la noche, y sus sentimientos tenebrosos como el Erebo; no os fiéis jamás de un hombre así; escuchad la música.
¡Muérdete la lengua, Lorenzo!
El hombre que no tiene música en sí, es incapaz de emocionarse con la armonía de los dulces sonidos, pero es apto para las traiciones, las estratagemas y las malignidades; los movimientos de su alma son sordos como la noche, y sus sentimientos tenebrosos como el Erebo; no os fiéis jamás de un hombre así; escuchad la música.
¡Muérdete la lengua, Lorenzo!
Porcia y Nerissa son las
menos desagradables de toda esta caterva; sin embargo, ambas cometen intrusismo profesional: se hacen pasar
por un abogado y un pasante de leyes.
Así que aquí el único
que no ha cometido falta alguna es Shylock. Su única culpa es el deseo de
venganza y la falta absoluta de misericordia, conducta que él mismo justifica al advertir al duque, cuando éste le demanda clemencia, que él,
el duque, tiene esclavos a los que emplea como asnos y perros en tareas
abyectas y serviles, uso concedido por el derecho de haberlos comprado; ergo, esta libra de carne que le reclamo la he
comprado cara, es mía, y la tendré; si me la negáis, anatema contra vuestra
ley…
Sexta nota
No pretendo hacer una
defensa incondicional de Shylock. Comparto la opinión de Robert Appelbaum de
que si aceptáramos los argumentos legales de Shylock tendríamos que aplaudir
los argumentos políticos de la Unión Europea respecto a obligar a Grecia a
pagar su deuda: una deuda es una deuda –afirman
la UE y Shylock-, y debe ser saldada, dado que no hacerlo es atentar contra el
estado. Sin embargo, entiendo muy bien al rico judío, envenenado por el
permanente maltrato de Antonio (maltrato que no se detiene ni siquiera cuando el
mercader se ve en la necesidad de pedir un préstamo).
Séptima nota
Pero hablemos un poco
del carácter melancólico de Antonio. La obra comienza con la manifestación de
su tristeza. Y no sabemos cuál es el origen de su estado de ánimo. Tampoco el
mercader parece saberlo. O acaso esconde los motivos. Michael Radford ofrece una explicación muy atractiva para los espectadores del siglo XXI (aunque, en las entrevistas, el director es astuto y otorga a los espectadores el permiso de interpretar las cosas así o de otra manera -lo mismo hacen Jeremy Irons y Joseph Fiennes, cuyo beso nos hace arquear las cejas, sonreír cómplices y complacidos… y pensar: ¡Ah, creo que ya entendí lo que está pasando!):
Antonio ama a Bassanio con ese amor que
no se atreve a decir su nombre (Alfred Douglas dixit). Y Radford no ha de
ser el único ni el primero que insinúa (sólo insinúa) que Antonio ama a
Bassanio y que entiende, sin embargo, que nunca será correspondido. Esta
certeza lo hunde en la más abisal de las penas.